f u e g o s



Los fuegos artificiales me recuerdan a Barcelona.

Nunca me gustó el fútbol, pero me hice hincha del Barça para poder ver sus celebraciones.

Recuerdo que cada vez que ganaban un título el cielo del barrio se llenaba de luces y formas que nunca había imaginado.

Hubo un año que nunca olvidaré, el Barça ganó hasta tres títulos y entonces me pasé el mes disfrutando de mi fantasía oculta.

Mi padre odiaba los fuegos artificiales. Y de fútbol no sabía nada, aunque el Barça le caía bien. Yo creo que era más bien porque quería integrarse en el barrio.

Argumentaba con mi madre, bastante encolerizado, que los fuegos eran la típica banalidad capitalista que se usa para demostrar con ostentación lo feliz que se es.

Yo asentía con la cabeza, pero no decía nada. Un poco porque no sabía que me quería decir con todo aquello y otro por vergüenza, porque yo era un fanático.

Cada noche de festejo yo me iba a mi habitación a ver por la ventana aquellas luces que me dejaban extasiado mirando el cielo.

Una noche me descubrió y me preguntó que hacía. No sé como, pero le hablé de una guerra que estábamos estudiando en el colegio y de que aquello me hacía imaginar lo que la maestra me había hablado.

El Barça siguió ganando títulos pero nosotros nos mudamos de barrio. El estadio ya quedó muy lejos y de los festejos ya nunca más me enteré.

Durante años disfruté de los fuegos. Con mi primera novia, cada vez que había algún festejo la sorprendía diciéndole que eran un regalo para ella.

Con el tiempo me di cuenta que ya no levantaba la cabeza para quedarme embobado cada vez que escuchaba tronar el cielo con luces y colores.

Por esa época ya comenzaba a vestirme de negro y me avergonzaba la ostentación de la felicidad.

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un día peronista

Hoy me desperté en Córdoba, ya con horario nacional y sin apresurarme mientras me duchaba
recordé que mi madre me había comentado que hoy en la plaza se hacía un acto vecinal del bicentenario.

Aproveche la oportunidad para acercarme a la plaza que ya llevaba casi veinte años sin pisar
y me encontré con vecinos que no reconocí, cantando el himno bajo una nueva bandera que acababan de izar.

Mi madre, por supuesto no estaba, se había quedado durmiendo. Mientras veía
todo en mi alrededor, una pequeña bronca brotó de mi al ver la virgen erigida en la plaza
donde supimos jugar miles de partidos y desgranar eternos días adolescentes.

Sin embargo al girar y mirar cada rincón, cada pared con grafittis, el tobogán oxidado,
los canteros vacíos y los viejos álamos pelados, me quedé con una alegría y por eso estas líneas, por recuperar por
el espacio donde comenzó todo.

Perdón por esta nostalgia vecinal, en un este día peronista.

Sort

Regalo de María José para Los músicos.

Los músicos comienzan a tocar, sin saber





Esperas sin título

Fotografías editadas y coloreadas en base a lo que sentía en el momento de ser tomadas, o a la sensación que me ha dejado la experiencia de asistir diariamente a la sala de espera del ambulatorio.
Condiciones que modificaban la experiencia: cantidad de gente que había en la sala, ruidos en la sala, día de la semana, hora del día, estado de ánimo, estado de somnolencia, cantidad de medicamentos que había ingerido en el día, olores de la sala, edad de las personas que me rodeaban, temperatura de la sala, tiempo de espera.
Fotografías tomadas con el móvil.

Espera sin título I


Espera sin títulos VII

Espera sin título VI

Espera sin título V

Espera sin título IV

Espera sin título III

Espera sin título II

Cajas

Una noche en el bosque

De madrugada, una noche, como otras, plagada de sensaciones auditivas y visuales.
Pero fue mi rumbo, el que le dio, a la noche forma.

Salgo de un concierto, me separo de mis amigos con quienes había ido y como un buen falafel. Más tarde me encuentro con otro colega en su piso. El decide quedarse, no salir. Entonces sigo, camino solo bajo la lluvia, rumbo a una fiesta.

Llueve mucho, elijo un camino más largo, más lleno de galerías y techos, para evitar el agua.
Sigo sólo, como Tarzán en su bosque, de liana en liana. En pleno éxtasis imaginativo, la cruzo ella, la niña del tren.

Dudo, me detengo en mi rama, la sigo con la mirada, intento bajar a tierra y pensar. Estoy solo y ella también, son las dos de la mañana en Barcelona. La sigo unos metros más y continua sola, de dónde viene? Se detiene bajo un portal, sigue, luego busca refugio en una galería de la plaza Real y se apoya en una columna. Yo, a la distancia no se si acercarme o quedarme donde estoy.
Me balanceo y mi liana recobra movilidad. Me balanceo una vez más y me acerco a su lado.

Me mira, me reconoce, se sorprende. No puedo saber si para bien o mal. Siento que sigo balanceándome entre liana y liana. El bosque es hoy mi mejor refugio.
Me dice que está trabajando, entregando flyers de una disco. De la Paloma, una sala de baile de principio de siglo, vieja, con historia. Yo no la conozco. Hablamos, miramos la lluvia y me invita a tomar una caña. Ahí, ahí arriba, en un bar que da a la plaza, dice. Yo tampoco lo conozco, subimos y no dejo de marearme en la emoción de mi liana.

Como siempre delante de ella, como aquella tarde que la conocí en el tren, estoy tieso, no solo mi polla, sino también mi forma, soy feliz, pero no me relajo.
El mundo es nuestro tema de conversación y la identidad catalana, que en esta, mi nueva vida, ha reemplazado al de la identidad argentina. Acaso no éramos los argentinos los únicos en no saber cual es nuestra identidad?

La lluvia no para, ella no puede seguir trabajando, casi nadie camina en la calle, los flyers se secan en su bolso y su cuello no se deja ver por un chal negro que corona su rostro.

La luz de la luna se filtra en mi bosque y mi cara se ilumina cada vez que me lanzo entre las lianas. Me invita a la Paloma, porque tiene que terminar su trabajo. Yo no he ido nunca.

Caminamos y la lluvia nos impide seguir, el portal del Teatro Liceo es un buen refugio, sigo tratando de ser interesante, tal vez fumarme otro porro hubiera relajado mi cabeza. Bueno vamos, me dice, me balanceo y veo la siguiente liana, tomo más fuerza que lo habitual, el tramo es lejos, pero el salto puede ser maravilloso. En la Paloma, hoy hay un buen Dj y el lugar tiene halo. Me balanceo, mi rostro sonrojado mira a la luna y se ilumina, doy un giro en el aire, veo la próxima liana, sabiendo que será la mejor. Sueño en agarrarme de ella y poder mostrarle como atardece en mi cuarto. Va ser bueno que nos mojemos un poco, sino nadie me va a creer que estaba trabajando. Yo vuelo, me cuenta de como siente trabajar en la noche y yo vuelo. Me estiro, la liana se acerca y además mi novio también trabaja allí dice, y yo confundo una liana con un rayo de luz que se filtra en el bosque y mis abrazos se quedan vacíos. La luz de luna no sostiene mi cuerpo y me siento en caída libre.

La noche se sigue llenando de música y alcohol. Me levanto, me quito el barro de mis ropas, me duele una costilla, pero puedo seguir. Son las seis de la mañana y ha sido una noche inolvidable, estoy por trepar de nuevo a un árbol y me despido. Quiero que me respondas el mail que te escribí, repite. Yo me subo al árbol y me voy contento pensando en que le voy a escribir la próxima vez.

Barcelona, 2002

Dos colores

Ser consulado

Para un ser como yo, vivir en el extranjero implica entre muchas otras cosas, transformarse en diferentes seres que nunca había imaginado, y vivir vidas no siempre elegidas. Destacaría por ejemplo la de acudir cada tanto a un consulado.
Ser un emigrado, un inmigrante, un extranjero, un guiri o cualquier categoría que describa aquel individuo, iba decir ciudadano, pero esto palabra cuesta apropiársela por diferentes y complicados trámites burocráticos e ideológicos de las administraciones, que ha dejado su país natal conlleva esta tarea de visitar cada tanto una sede consular. Ya sea ésta la de su país de nacimiento o la del país que se ha adoptado la nacionalidad por gracia de las ramas genealógicas heredadas.
Luego de varios años alejado de mi país y con algunos años de experiencia en este tipo de visitas, he llegado a la conclusión que los consulados parecen habitados por seres que solo tienen existencia en torno a él. Son los llamados “Seres consulados”. Para entender claramente a estos seres hay que decir que existen categorías. La principal es aquella que distingue a los que acuden al consulado y los que atienden en él. Fauna a simple vista no muy amplia pero sin lugar a dudas plena de matices.
Centrado en aquellos que acuden al consulado no puedo dejar de lado una característica innata a ellos, exigir y discutir. Ir a un consulado sin ganas de discutir es casi una ofensa al “ser consulado”. Es como pretender comprar alguna baratija en un mercado marroquí sin la tradicional negociación de tira y afloje hasta llegar a un precio que satisfaga a las partes. El “ser consulado” discute los derechos que tiene como ciudadano del país al que pertenece su consulado. Un ser consulado que no discute no solo se está traicionando a si mismo sino que ni siquiera sabe a donde va. El deber del “ser consulado” es discutir. Desde la fila, antes de entrar. Es su grito revolucionario, es su desahogo, diré la forma de decir “vivo en un país donde me joden a diario por pertenecer a este consulado, vengo aquí para tomarme mi revancha, debo ser escuchado y servido”.
Aquí me detengo y hago un apéndice. Porque en todos los consulados se hace fila? Ya sea bajo la lluvia, en el frío o el extremo calor. Si las puertas se abren a las 9, porqué a las 6 de la mañana ya hay quién vigile la entrada? Pero este ser consular tempranero, responsable, insomne no es cualquier “ser consulado”. No solo marca la entrada como un perro lo hace con su lugar de siesta, sino que vigila con desconfianza la llegada del próximo compatriota que le querrá robar el lugar por haber fracaso en el intento de ser el primero. De a poco, entonces, la hilera se va formando y las tensiones por posibles robos del lugar decrecen al existir un ganador. En el caso que la paranoia se apodere de primero o segundo de la fila, surgirá una propuesta y con ésta un nuevo perfil del “ser consulado” que es el líder. La primera medida de un “ser consulado líder” en una fila será proponer la confección de una lista con nombres y apellidos de los seres consulados que van arribando para evitar los “seres consulados intrusos”, es decir aquellos que llegan más tarde a sumarse al lugar que alguien les reservó. Los “seres consulados” intrusos no son odiados, aunque si envidiados por haber dormido más. La elaboración de la lista la deciden los primeros, “seres consulados líderes” ya que su “madrugón” les da el derecho a tomar la decisión unívocamente y así evitar tener que poner a consideración de otros “seres consulados” dormilones la propuesta.
La lista no admite puestos dobles, aunque si tolera por lo general una sola excepción. El cambio de uno por otro. Esto hace que en fechas navideñas donde los pasaportes caducados tiene la urgencia de ser renovados para que los emigrados afirmen su condición de tal volviendo a sus propios países para narrar la diáspora, el cambio de puestos que supuestamente se hace entre familiares, se haga entre desconocidos que sólo le ponen un módico precio a la espera.
Entre los líderes está aquel que lo sabe todo, que se manifiesta en diversas actividades y actitudes previas a que el consulado abra las puertas. Por ejemplo ejerce de abogado ya que parece que el mismo haya escrito las leyes de inmigración. Sabe donde se hace cada trámite, tanto en el país de acogida como en su país natal, y hasta conoce los trucos y tretas para ir más rápido. Su contracara es el líder solitario, aquel que solo le interesa el orden en la fila y nada más. Su carácter osco hace que en la fila sea un personaje incómodo y poco adaptado. Pero aquel “ser consulado” que lo sabe todo se repite en la fila cada cinco o seis puestos. Es decir que cada cinco o seis “seres consulados” hay uno que sabe, y si ese sabe su deber será aconsejar a las tres personas que le preceden y a las dos que le anteceden. A este “ser consulado” que sabe lo conocemos como “ser consulado oráculo”. Tiene alma de líder, aunque líder de segunda ya que sabemos que de primera hay uno solo, y ese es el madrugador.
De esta manera se van formando núcleos de seres consulados que reciben atención primaria bajo las inclemencias a las que la calle los expone. Dependiendo de su forma de “ser consulado”, su grupo al que está a cargo ingresará con más o menos irá a la hora de exigir como su naturaleza lo demanda.
Si tenemos al líder y al oráculo, sin dudas el otro perfil consulado que nos falta es el del héroe y antihéroe. El héroe o nostálgico se sustenta en todas las características de los “seres consulados” anteriores pero añade a su dialéctica su desmedido amor y defensa por las grandes virtudes de su lejano país en relación al país que le ha acogido. El héroe nostálgico nunca quiere a su nuevo país de residencia sino que idolatra al que ha dejado, lo cual no impide que entre pares no deje de maldecir el momento en que abandonó “aquel país de mierda”. El problema del héroe en su nuevo país radica en no encontrar la oportunidad para volver a ser aquel que fue, recuperar sus atributos que le hicieron coronar la cima de éxito y construir su mito. Es por ello que al no encontrar las condiciones ideales para desarrollar su saber, emprende una desmesurada crítica sobre su nuevo país de acogida.
En cambio el “ser consulado antihéroe” es sin lugar a dudas un melancólico. La sensación de continua pérdida lo agobia minuto a minuto. Es capaz hasta de ceder una posición en la fila por sentir que no merece su lugar, hasta siente que ni siquiera es el que era. Su naturaleza “consulada” de exigir se termina cuando se enfrenta con un pequeño mohín o gesto descortés de quien le mire o atiende detrás de una ventanilla. Su arte de exigir es fácilmente sometible. El mayor problema que enfrenta el “ser consulado antihéroe” en su perpetuo caminar hacia la sede consular por no terminar nunca de hacer la correcta consulta, y así terminar realizando los trámites luego de varios intentos.
Pero como su naturaleza lo exige todos “los seres consulados” tienen una vida efímera. Las 9 de la mañana marcan su final. Su esplendor existencial comienza a agotarse lentamente para volver a ser el que fue y será en la medida que va siendo atendido. La ventanilla consular es casi como su kriptonita, como si el vidrio que le separa de su informante fuese de color verde. Su liderazgo, su visión o su heroísmo sucumben indefectiblemente frente a un ser supremo para él, el “ser consulado” que habita del otro lado de la frontera de la ventanilla, el “ser consulado juez”.

Cielo serrano

Merendar

Desde hace un año, cada martes, me siento diez minutos antes de las siete de la tarde en un banco que hay frente al portal del edifico de mi terapeuta.
Al comienzo siempre llegaba a la hora en punto o más bien tarde a la sesión. Después me di cuenta que me costaba demasiado tranquilizarme, para a hablar o por lo menos para pensar porque estaba allí, entonces con el tiempo tomé la costumbre de llegar con más tiempo.

Meses más tarde, un martes, como siempre, llegué, me detuve en el portal del edificio, miré la hora en la pantalla de mi móvil y al corroborar que aún faltaba tiempo decidí cruzar al cantero que hay a los costados de la avenida para sentarme en el banco que utilizo para esperar que se haga la hora de picar el timbre y subir.

Dos meses atrás mientras me sentaba y miraba pasar los coches por la Gran Vía me di cuenta que un ritual se producía frente a mi, a tres metros de mi banco, cada martes y del que yo no había prestado atención.
Un hombre de unos 45 años estaba de pie al lado de una moto, de esas tipo scooter pero de uno de esos modelos grandes. Iba acompañado de una niña, que en mi imaginación creo que es su hija. Como decía, no era la primera vez que los veía. Intentando recordar las veces que habían estado frente a mi, me di cuenta que todo parecía que se repetía. Por ejemplo siempre estaban en el mismo lugar. La moto estacionada en diagonal a la avenida entre dos árboles, al borde de la vereda apoyada es sus pies, casi sobre el carril de bicicletas que pasa por esta acera. También observé que nunca los había visto llegar. Siempre me los encontraba allí, de pie, al costadote la moto, ya instalados para la función.
Cuando miré con más atención, pero intentando no despertar la suya, noté que la niña, de unos 10 años, seguramente acababa de salir de su colegio, ya que llevaba una mochila tipo escolar en sus espaldas.
Al comienzo supuse que estaban esperando algo o alguien, tal vez la madre y esposa de mis personajes. Intentando ser más profundo en mis conjeturas, me pareció que esa espera se había convertido en una actividad que llevaban adelante desde hace mucho tiempo. Pero ojo, mi sorpresa no se refería al ritual de un padre de buscar a su hija en la escuela para luego llevarla a casa. No era eso lo que me llamaba la atención, era el como, era ese pequeño rastro de cada movimiento, de cada gesto corporal que cada uno realizaba en ete rito que miles de padres e hijos comparten a diario, mejor dicho de lunes a viernes.
Ella siempre tiene una bocadillo entre manos. Lo come a un ritmo regular sin casi respirar. El no deja de mirarla. No le apura, pero tampoco quiere que se despiste. Tal vez para ayudarse a digerir ella no deja de caminar, cada paso parece darle ritmo a tu estómago que deglute sin pausa. Sus pasos nunca van más allá de dos o tres metros de la moto. Cuando ella se aleja un poco más, el supuesto padre le hace un movimiento con la cabeza como tirando de una soga para que regrese. A él no le escuchado nunca la voz. A ella tampoco. Él solo gesticula con la cabeza. La tira hacia la derecha o hacia la izquierda. Da un pequeño tirón hacia atrás o se ayuda con los ojos para dar impulso a su rostro para indicar el frente. Pero no son mudos. No tiene esa gestualidad del que no tiene voz y se vale del lenguaje de los signos. No. Ella sin despegar su boca del bocadillo sigue mordiendo a ritmo de termita hasta terminarlo. Minutos antes de que esto suceda el padre levanta el asiento de la moto y saca el pequeño bolso de tela donde la forma dibuja un casco. Abre el bolso soltando una pequeña soga y antes de sacar el casco extrae un pequeño cartón de tetrabrik de cacaolat, con su sorbete pegado al costado de la caja. Lo guarda en el bolsillo de su chaqueta y saca el caso. Luego, hace un bollo el bolso de tela y lo introduce en el fondo del compartimiento del asiento. Baja la tapa y apoya el casco en el asiento. Lugo de haber distraído su vista en esta actividad vuelve rápidamente a direccionar sus ojos en lo que hace su hija. Una vez que calcula lo que le falta al bocadillo, espera el momento exacto para comenzar a retirar el sorbete del costado del pequeño cartón de cacaolat, para cuando la niña acabe el pedazo de pan con queso, estirar su mano hacia la niña, como en un acto de carrera de posta, y así, automáticamente, continúe su merienda con una dosis de chocolate líquido.
Ella entonces introduce el sorbete por el círculo marcado para ello y mientras comienza a sorber con suficiente fuerza para que el líquido suba a su boca, el cartón se contrae. Entonces, se dirige con el pequeño papel plástico que rodeaba al sorbete pegado a la caja en la mano, hacia el basurero que está al lado del árbol para arrojarlo allí. Mientras tanto el padre aprovecha y cierra la tira del que pasa por debajo de su perilla y que asegura el casco en su cabeza. Segundos después con una mano presiona el arranque electrónico de su scooter y con la otra hace una pequeño movimiento de muñeca contra la manopla que activa el paso de gasolina al motor para que este arranque. Mientras el motor se calienta, la niña ya está dando sus últimos sorbos.

A partir de aquí todo se acelera aún más. El hombre comienza a recular con la moto para ponerla en dirección hacia su destino. Entonces el se sube a la moto, sin dejar de darle tensión a su muñeca para que siga enviando la orden de dar combustible para que se queme en el cilindro y así conseguir la temperatura adecuada del moto para andar. En eso, la niña coge el caso que había quedo apoyado justo detrás de la espalda del padre sobre el asiento de la moto y se dirige hacia mi.
La primera vez pensé que quería decirme algo, pero ni siquiera me miró. Simplemente se acercó a mi lado para apoyar el caso en el banco y la caja de cacaolat vacía. Luego se pone el casco, coge la caja y se dirige al basurero nuevamente, esta vez para arrojar el envase de tetrabrik vacío. El padre ya con suficiente cara de fastidio apura a la niña con una serie de cabeceos en el aire. Entonces esta da unos pequeños pasos al trote y se dirije a la moto. Apoya su pie en el pedal que se encuentra a la altura de la rueda trasera y se monta al scooter. Inmediatamente el hombre da rienda suelta a su muñeca que hasta el momento tenía tensionada limitando el paso del combustible, y la moto sale disparada hacia la esquina. Una vez que la moto se introduce en el continuo flujo de vehículos que pasan por la avenida los pierdo definitivamente de vista hasta el próximo martes.


Pero el martes pasado no estaban. Llegué a la hora de siempre y no estaban. Pensé que quizas ella no tuvo clases o que aún no había salido o porque no, que había faltado por un constipado.
Pero no, minutos más tarde, mientras yo camina y me movía sobre la vereda intentando paliar el frío, los veo venir. En un primer momento no los reconocí. El no llevaba casco puesto y ella no tenía bocadillo en la mano. Evidentemente las cosas no eran como siempre. Ellos no estaban en su lugar, la moto tampoco y yo ni siquiera me había sentado. El orden se había roto.
Al no estar la moto pensé que cojerían un taxi al costado de la avenida, pero no fu así. Siguieron de largo. Era casi la hora de mi consulta pero mi intriga no me permitía quedarme con tantas preguntas en el aire. Decidí seguirlos unas cuadras. Me quede a una distancia prudente para no ser visto y los seguí. Caminaron una calle y a la mitad de la segunda les perdí de vista. Nervioso al no verlos apuré mi paso intentando recuperar la visión de mis presas. En eso, paso delante de una panadería y sin darme cuenta giro la cabeza y me encuentro en la puerta de la tienda un nido de termitas comiendo un bocadillo envuelto en papel metalizado.