Los fuegos artificiales me recuerdan a Barcelona.
Nunca me gustó el fútbol, pero me hice hincha del Barça para poder ver sus celebraciones.
Recuerdo que cada vez que ganaban un título el cielo del barrio se llenaba de luces y formas que nunca había imaginado.
Hubo un año que nunca olvidaré, el Barça ganó hasta tres títulos y entonces me pasé el mes disfrutando de mi fantasía oculta.
Mi padre odiaba los fuegos artificiales. Y de fútbol no sabía nada, aunque el Barça le caía bien. Yo creo que era más bien porque quería integrarse en el barrio.
Argumentaba con mi madre, bastante encolerizado, que los fuegos eran la típica banalidad capitalista que se usa para demostrar con ostentación lo feliz que se es.
Yo asentía con la cabeza, pero no decía nada. Un poco porque no sabía que me quería decir con todo aquello y otro por vergüenza, porque yo era un fanático.
Cada noche de festejo yo me iba a mi habitación a ver por la ventana aquellas luces que me dejaban extasiado mirando el cielo.
Una noche me descubrió y me preguntó que hacía. No sé como, pero le hablé de una guerra que estábamos estudiando en el colegio y de que aquello me hacía imaginar lo que la maestra me había hablado.
El Barça siguió ganando títulos pero nosotros nos mudamos de barrio. El estadio ya quedó muy lejos y de los festejos ya nunca más me enteré.
Durante años disfruté de los fuegos. Con mi primera novia, cada vez que había algún festejo la sorprendía diciéndole que eran un regalo para ella.
Con el tiempo me di cuenta que ya no levantaba la cabeza para quedarme embobado cada vez que escuchaba tronar el cielo con luces y colores.
Por esa época ya comenzaba a vestirme de negro y me avergonzaba la ostentación de la felicidad.