Merendar

Desde hace un año, cada martes, me siento diez minutos antes de las siete de la tarde en un banco que hay frente al portal del edifico de mi terapeuta.
Al comienzo siempre llegaba a la hora en punto o más bien tarde a la sesión. Después me di cuenta que me costaba demasiado tranquilizarme, para a hablar o por lo menos para pensar porque estaba allí, entonces con el tiempo tomé la costumbre de llegar con más tiempo.

Meses más tarde, un martes, como siempre, llegué, me detuve en el portal del edificio, miré la hora en la pantalla de mi móvil y al corroborar que aún faltaba tiempo decidí cruzar al cantero que hay a los costados de la avenida para sentarme en el banco que utilizo para esperar que se haga la hora de picar el timbre y subir.

Dos meses atrás mientras me sentaba y miraba pasar los coches por la Gran Vía me di cuenta que un ritual se producía frente a mi, a tres metros de mi banco, cada martes y del que yo no había prestado atención.
Un hombre de unos 45 años estaba de pie al lado de una moto, de esas tipo scooter pero de uno de esos modelos grandes. Iba acompañado de una niña, que en mi imaginación creo que es su hija. Como decía, no era la primera vez que los veía. Intentando recordar las veces que habían estado frente a mi, me di cuenta que todo parecía que se repetía. Por ejemplo siempre estaban en el mismo lugar. La moto estacionada en diagonal a la avenida entre dos árboles, al borde de la vereda apoyada es sus pies, casi sobre el carril de bicicletas que pasa por esta acera. También observé que nunca los había visto llegar. Siempre me los encontraba allí, de pie, al costadote la moto, ya instalados para la función.
Cuando miré con más atención, pero intentando no despertar la suya, noté que la niña, de unos 10 años, seguramente acababa de salir de su colegio, ya que llevaba una mochila tipo escolar en sus espaldas.
Al comienzo supuse que estaban esperando algo o alguien, tal vez la madre y esposa de mis personajes. Intentando ser más profundo en mis conjeturas, me pareció que esa espera se había convertido en una actividad que llevaban adelante desde hace mucho tiempo. Pero ojo, mi sorpresa no se refería al ritual de un padre de buscar a su hija en la escuela para luego llevarla a casa. No era eso lo que me llamaba la atención, era el como, era ese pequeño rastro de cada movimiento, de cada gesto corporal que cada uno realizaba en ete rito que miles de padres e hijos comparten a diario, mejor dicho de lunes a viernes.
Ella siempre tiene una bocadillo entre manos. Lo come a un ritmo regular sin casi respirar. El no deja de mirarla. No le apura, pero tampoco quiere que se despiste. Tal vez para ayudarse a digerir ella no deja de caminar, cada paso parece darle ritmo a tu estómago que deglute sin pausa. Sus pasos nunca van más allá de dos o tres metros de la moto. Cuando ella se aleja un poco más, el supuesto padre le hace un movimiento con la cabeza como tirando de una soga para que regrese. A él no le escuchado nunca la voz. A ella tampoco. Él solo gesticula con la cabeza. La tira hacia la derecha o hacia la izquierda. Da un pequeño tirón hacia atrás o se ayuda con los ojos para dar impulso a su rostro para indicar el frente. Pero no son mudos. No tiene esa gestualidad del que no tiene voz y se vale del lenguaje de los signos. No. Ella sin despegar su boca del bocadillo sigue mordiendo a ritmo de termita hasta terminarlo. Minutos antes de que esto suceda el padre levanta el asiento de la moto y saca el pequeño bolso de tela donde la forma dibuja un casco. Abre el bolso soltando una pequeña soga y antes de sacar el casco extrae un pequeño cartón de tetrabrik de cacaolat, con su sorbete pegado al costado de la caja. Lo guarda en el bolsillo de su chaqueta y saca el caso. Luego, hace un bollo el bolso de tela y lo introduce en el fondo del compartimiento del asiento. Baja la tapa y apoya el casco en el asiento. Lugo de haber distraído su vista en esta actividad vuelve rápidamente a direccionar sus ojos en lo que hace su hija. Una vez que calcula lo que le falta al bocadillo, espera el momento exacto para comenzar a retirar el sorbete del costado del pequeño cartón de cacaolat, para cuando la niña acabe el pedazo de pan con queso, estirar su mano hacia la niña, como en un acto de carrera de posta, y así, automáticamente, continúe su merienda con una dosis de chocolate líquido.
Ella entonces introduce el sorbete por el círculo marcado para ello y mientras comienza a sorber con suficiente fuerza para que el líquido suba a su boca, el cartón se contrae. Entonces, se dirige con el pequeño papel plástico que rodeaba al sorbete pegado a la caja en la mano, hacia el basurero que está al lado del árbol para arrojarlo allí. Mientras tanto el padre aprovecha y cierra la tira del que pasa por debajo de su perilla y que asegura el casco en su cabeza. Segundos después con una mano presiona el arranque electrónico de su scooter y con la otra hace una pequeño movimiento de muñeca contra la manopla que activa el paso de gasolina al motor para que este arranque. Mientras el motor se calienta, la niña ya está dando sus últimos sorbos.

A partir de aquí todo se acelera aún más. El hombre comienza a recular con la moto para ponerla en dirección hacia su destino. Entonces el se sube a la moto, sin dejar de darle tensión a su muñeca para que siga enviando la orden de dar combustible para que se queme en el cilindro y así conseguir la temperatura adecuada del moto para andar. En eso, la niña coge el caso que había quedo apoyado justo detrás de la espalda del padre sobre el asiento de la moto y se dirige hacia mi.
La primera vez pensé que quería decirme algo, pero ni siquiera me miró. Simplemente se acercó a mi lado para apoyar el caso en el banco y la caja de cacaolat vacía. Luego se pone el casco, coge la caja y se dirige al basurero nuevamente, esta vez para arrojar el envase de tetrabrik vacío. El padre ya con suficiente cara de fastidio apura a la niña con una serie de cabeceos en el aire. Entonces esta da unos pequeños pasos al trote y se dirije a la moto. Apoya su pie en el pedal que se encuentra a la altura de la rueda trasera y se monta al scooter. Inmediatamente el hombre da rienda suelta a su muñeca que hasta el momento tenía tensionada limitando el paso del combustible, y la moto sale disparada hacia la esquina. Una vez que la moto se introduce en el continuo flujo de vehículos que pasan por la avenida los pierdo definitivamente de vista hasta el próximo martes.


Pero el martes pasado no estaban. Llegué a la hora de siempre y no estaban. Pensé que quizas ella no tuvo clases o que aún no había salido o porque no, que había faltado por un constipado.
Pero no, minutos más tarde, mientras yo camina y me movía sobre la vereda intentando paliar el frío, los veo venir. En un primer momento no los reconocí. El no llevaba casco puesto y ella no tenía bocadillo en la mano. Evidentemente las cosas no eran como siempre. Ellos no estaban en su lugar, la moto tampoco y yo ni siquiera me había sentado. El orden se había roto.
Al no estar la moto pensé que cojerían un taxi al costado de la avenida, pero no fu así. Siguieron de largo. Era casi la hora de mi consulta pero mi intriga no me permitía quedarme con tantas preguntas en el aire. Decidí seguirlos unas cuadras. Me quede a una distancia prudente para no ser visto y los seguí. Caminaron una calle y a la mitad de la segunda les perdí de vista. Nervioso al no verlos apuré mi paso intentando recuperar la visión de mis presas. En eso, paso delante de una panadería y sin darme cuenta giro la cabeza y me encuentro en la puerta de la tienda un nido de termitas comiendo un bocadillo envuelto en papel metalizado.